domingo, 12 de noviembre de 2017

Siempre he pensado que los domingos están ahí porque los necesitamos.
Necesitamos vivir cada siete días ese sentimiento de vacío, de tristeza, esa especie de añoranza de que cualquier tiempo pasado fue mejor, esa extraña sensación de que algo termina. De la misma manera que lo hace el verano cada mes de septiembre o el año cada 31 de diciembre. Fin. Punto y aparte. Se acabó lo que se daba, bueno o malo, aquí que cada uno coja lo que crea que le corresponde.
Mañana, temido lunes, habrá una nueva oportunidad de volver a arreglar el mundo, el nuestro, ponerlo boca abajo o patas arriba. Un domingo te pide paseos tranquilos, lecturas entrecortadas y sobremesas eternas. Tú pídele lo que quieras al domingo, él puede concedértelo, pero deja que a la siesta invite yo. Ya ves, sin los domingos no podrían existir los lunes, ni nuestro jurado odio eterno a ellos. Un domingo perfecto debe ser melancólico, lento, así como tristón. Necesitamos, al menos, un domingo a la semana, para lloriquear por lo cansados que estamos, para no hacer nada, o hacerlo todo de golpe. Para nadar en el aburrimiento y bucear en el hastío. El domingo es el día para escuchar música en tocadiscos, con ese sonido tan característico y que tanto me gusta. Para cocinar despacio, con tiempo, porque los domingos no se inventaron las prisas. Para escribir frases sueltas, sin sentido, ideas demasiado complicadas de entender. Un domingo está para que después de un simple café cambie tu percepción de la jornada. Para empezar a planear el siguiente, para dejarse llevar y prometerse una y otra vez que el siguiente sabrás cómo aprovecharlo de otra manera, aunque sabes de antemano que nada cambiará, porque los domingos los necesitamos así, sin demasiados cambios ni sobresaltos... que para eso están.

La Chica del Quinto

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